PERPETUA NO ES JUSTICIA
POR DARÍO CAPELLI, DELEGADO GRAL. DE LA COMISIÓN INTERNA DE FEDUBA SOCIALES Y MIEMBRO DEL GRUPO EDITOR DE LA REVISTA “EL OJO MOCHO”.
Hay una violencia anterior a la violencia –bien detectada por el investigador Esteban Rodríguez Alzueta, que en una nota recientemente publicada en “El cohete a la luna” analiza cómo se llega a un crimen de odio- y también hay una violencia posterior a la violencia, como la que padeció la abogada Claudia Cesaroni tras criticar al revanchismo que los medios de comunicación azuzan en la esfera del debate público cuando existe justa indignación ante un hecho aberrante. Ambas intervenciones de estxs especialistas en temas de seguridad refieren, sobre todo, al caso concreto del crimen de Fernando Báez Sosa, a la saga de violencias imperceptibles que lo antecedieron y al castigo supuestamente ejemplar que recibieron sus perpetradores. Ambas violencias, la anterior a la agresión que describe Rodríguez Alzueta y la posterior al fallo que padeció Cesaroni en sus redes, no se reportan como tal, como violencia, y tienen en cambio un objetivo común: encapsular la violencia criminal en determinados sujetos, los “rugbiers” en este caso, y evitar todo análisis social que permita poner en estado de discusión sus causas profundas (las que nos involucran como sociedad) y sus consecuencias mediatas (las que determinan un porvenir).
Tanto las violencias previas que van construyendo el marco para que en algún momento se produzca una golpiza fatal, como las agresiones posteriores a quienes proponen abrir una discusión sobre el tipo de pena que corresponde a los culpables de un homicidio; tanto aquellas violencias como estas agresiones, decíamos, se invisibilizan para dejar que sólo refulja la escena del crimen.
A fuerza de repetición en loop de las imágenes, el hecho se vuelve abstracto: sin un lastre histórico que pueda aportar elementos para explicar cómo se llegó a que ocho jóvenes maten a otro a la salida de un boliche, ni una discusión sobre las sanciones adecuadas para evitar que algo así vuelva a suceder.
Es como si la violencia criminal emergiera ex nihilo y, que una vez producida, sólo pudiera clausurársela con el padecimiento extremo de quienes la ejercieron. Se trata de una práctica de desresponsabilización social respecto de la violencia criminal y, a la vez, un atajo mediante el cual la conciencia colectiva puede dormir tranquila en tanto que, sin mediación de procesos reflexivos, nos aseguramos que los culpables sean ellos, sólo ellos y nada más que ellos; y que, por otra parte, ya no verán la luz del día ni se pasearán frente a nuestros ojos recordándonos que fuimos la sociedad que los prohijó. Por eso, cuando se explicitan algunas posturas críticas a la prisión perpetua, como las de Claudia Cesaroni (y en la misma línea están la abogada penalista Ilena Arduino, la periodista Victoria De Masi -que cubrió el juicio en Dolores- o la ensayista, María Moreno, que además nos viene alertando sobre el avance neoconservador que se monta sobre el punitivismo a propósito de otro caso aberrante como el del asesinato del niño Lucio Dupuy); cuando en distintos planos se explicitan este tipo de posturas, estábamos diciendo, la reacción es virulenta y se llega incluso a emparentar a las personas que las sostienen con quienes cometieron las agresiones ¿Usted dice que el endurecimiento de las penas no soluciona el problema del delito? ¡Entonces, Usted, es cómplice de los asesinos!
No hace falta más que ver los foros de comentaristas, incluso en Página12, un diario que siempre se identificó con cierto cuadrante ideológico respetuoso de los derechos humanos, para cerciorar que el aguijón punitivista ha penetrado el grueso de las conciencias, aun las progresistas.
¿Qué es esperable de una sociedad que, cebada por la televisión, la radio y los portales, mezcla justicia con venganza y festeja una condena a prisión perpetua como si fuera un gol de la Selección Argentina? En este punto ni siquiera estamos aquí discutiendo la pena (lo haremos más adelante) sino la conciencia colectiva que la avala creyendo que ahora Fernando Báez Sosa descansa en paz.
Y como si el encierro eterno fuera insuficiente, una parte nada menor de esa misma sociedad que celebra el fallo se friega las manos cuando imagina el suplicio que padecerán en la cárcel las personas que cometieron el crimen. Hubo programas televisivos que han llegado al extremo de comunicarse telefónicamente con algún detenido para forzarlo a contar qué podría esperarles a los culpables cuando traspasen la puerta del pabellón. Hacia tal punto avanza la exteriorización de la culpa: ya no sólo es suficiente desreponsabilizarse de las causas sociales de la violencia sino que además se le pide al resto de los condenados que sean los ejecutores de un “castigo ejemplar” (léase vejaciones de cualquier tipo) que la justicia penal no avala, ni promueve ni debiera permitir dentro de los complejos penitenciarios. Y si algo llegase a pasarle a uno de los condenados, las mismas personas que incitaban esas aberraciones no sentirán carga alguna sobre sus almas porque habrá sido, al cabo, cosa de presos.
El discurso televisivo que construye víctimas y victimarios ideales, y los usos políticos de esas tipologías, nos han propuesto que así interpretemos el caso Báez Sosa: sólo se explica por la perversión de los asesinos y la única consecuencia que cabe es que los asesinos se pudran en la cárcel. La misma parte de la sociedad que cree no tener nada que ver con la violencia desea que los culpables (nadie duda de que lo son) padezcan una violencia equivalente a la que ellos infligieron. A simple vista debería saltar la paradoja. Debería. Pero no. No se ve. Por el contrario: se la invisibiliza.
En el límite de estos comportamientos, la historia –y centralmente la historia moderna-fue lamentablemente pródiga en ejemplos donde los colectivos sociales han llegado a estar muy por debajo de cualquier umbral de humanidad. Nos referimos a los procesos en los que, pese a su capacidad destructora, un huracán de violencia fue negado. Estaba allí, a la vista de todo el mundo, y sin embargo nadie lo percibió. En el peor de los casos, el consentimiento activo de una parte de la sociedad avaló la catástrofe; en el mejor, un consenso pasivo (multicausalmente explicable) prefirió hacer de cuenta que tal violencia no existía. Esos mecanismos de negación, a veces fueron producto de una fenomenología propia de la violencia extrema (el terrorismo de estado, por ejemplo, se despliega de ese modo y los libros de Claudio Martyniuk, ESMA: fenomenología de la desaparición y de Pilar Calveiro, Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina son dos abordajes teóricos ineludibles sobre el tema). En otras ocasiones, la negación de la violencia fue una decisión voluntaria de los propios protagonistas que pactaron alienar la responsabilidad de la acción criminal en un culpable perfecto. Es decir, en un escenario signado por la crueldad, determinados actores no sólo avalan sino que dan el paso de ejercer la violencia contra otros. Pero cuando el escenario cambia, esos mismos actores toman la decisión de silenciar lo acaecido y reponsabilizar a un tercero de quien nadie duda de su salvajismo.
Para dar un ejemplo, recordemos el caso del pueblo polaco de Jedwabne: en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y de la invasión alemana sobre las zonas polacas anexadas a la Unión Soviética después del tratado Ribbentrop-Molotov; en ese contexto de debilitamiento de los pactos de no agresión, la mitad no judía de la población de Jedwabne masacró a la otra mitad judía. Todo se hizo frente a la ocupación nazi y, desde ya, con su consentimiento. Pero la investigación histórica ha concluido de manera definitiva que fue la propia población polaca no judía la que perpetró la masacre. Sin embargo, hubo un acuerdo entre los perpetradores: la responsabilidad de ese infierno debía ser callada a toda descendencia, llegando a tal punto de falsificación de los hechos que en los recordatorios y homenajes posteriores debía identificarse a la población masacrada como víctimas del nazismo. Sin dudas también lo eran en tanto que la masacre se produjo en el contexto del exterminio nazi. No obstante, la autoría directa de la masacre fue negada y, así, la mitad de la población responsable de la muerte de la otra mitad optó por dejar en suspenso una elaboración conceptual, ética y civil sobre las causas de semejante expresión de odio que, aunque dolorosa, hubiese sido preferible para evitar nuevas emergencias.
Negar las causas sociales de la violencia e imputársela únicamente a los sujetos que la usaron para cometer un crimen; y pretender, luego, que la única consecuencia de esa misma violencia sea la sustracción social permanente de aquellos; o para decirlo más fácil: creer que la solución al delito es encerrar de por vida a los culpables sólo puede garantizar una incesante repetición de la violencia. En ocasiones será larvada; en otras, franca y abierta. Pero será incesante. Al menos hasta que la sociedad deje de construirse sobre supuestos como el de la violencia enquistada en determinados actores y el consecuente principio de la venganza.
El verdadero sentido de justicia excluye por completo la sed de venganza y propicia una profunda discusión sobre las causas reales de la violencia que recorre el espinazo de la sociedad, de una punta a la otra. En nuestro país, tenemos el ejemplo más claro: los organismos de Derechos Humanos jamás pidieron otra cosa que no sea verdad y justicia. En lo que fue el Juicio a las Juntas durante la primera mitad del gobierno alfonsinista y luego durante la reapertura de los Juicios a los militares que llevó adelante el kirchneirsmo, la condena a los genocidas no fue sólo una pieza jurídica sino que, sobre todo, fue construida políticamente: Madres de Plaza de Mayo, Abuelas, Familiares, HIJOS y otros colectivos son parte de las organizaciones libres del pueblo y como tales han participado democráticamente (entendiendo que la democracia también se construye en la calle) del debate social en torno a la pena que les corresponde a los culpables de delitos de lesa humanidad.
Para ir concluyendo, no quisiéramos dejar pasar una asociación que a simple vista puede parecer algo forzada pero que, sin embargo, muestra una concomitancia de elementos que debieran generar alguna preocupación política, sobre todo a quienes –como lxs lectorxs de Acoplando- pertenecemos al campo popular y nos sentamos desde siempre en la mesa de lxs trabajadorxs.
¿Por qué se ha insistido tanto con la idea de que “si no es perpetua no es justicia”? ¿No hay algo de desmesura en desear para los jóvenes que asesinaron (aunque haya sido brutalmente) a otro joven, la misma pena que les cupo a los genocidas, responsables de 30.000 desapariciones? ¿Qué es lo que ha vuelto culturalmente aceptable ese slogan de la demagogia punitivista que reza “¡Púdranse en la cárcel!”? Sabemos que a partir de la Reforma Blumberg en 2004 (acaso una mancha en la gestión de Néstor Kirchner que, como siempre dice Cristina, asumió la presidencia con más desocupados que votos, por lo que necesitaba construir con urgencia la legitimidad de su gobierno), la perpetua en la Argentina, para casi todos los delitos que son penados con esa figura es –efectivamente- perpetua; es decir: de por vida; es decir: el condenado literalmente se pudre en la cárcel.
Algunos autores que estudiaron el origen de la prisión, sobre todo Erving Goffman y Michel Foucault, analizaron cómo y por qué las instituciones de clausura fueron constituyéndose en el centro del orden jurídico y en la perla indiscutible del sistema penal. Lo que sigue pendiente de analizar es la aceptación de la perpetuidad del encierro para ciertos delitos: aun a sabiendas de que es imposible medir la efectividad de la pena cuando no hay modo de que la persona que la cumple pueda demostrar que está en condiciones de reinsertarse en la sociedad; aun cuando parezca ilógico que el encierro dure toda la vida pues contradice la obligación que tiene el Estado de procurar la resocialización del condenado; aun así, decíamos, se instaló –a partir del caso Báez Sosa- la idea de que sólo la perpetua es justicia.
He aquí la asociación de elementos que habíamos anunciado más arriba y que quisiéramos ahora sí destacar: la idea de “perpetuidad” había empezado ya a circular por las distintas vías que conforman la esfera de la opinión pública desde los meses anteriores al juicio contra los “rugbiers” ¿Desde cuándo, concretamente? Desde que un Tribunal, a pedido del fiscal Luciani, condenó a la Vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, a la pena de seis años de prisión e inhabilitación perpetua para el ejercicio de cargos públicos. No nos parece, pues, que se trate de una mera coincidencia. Tampoco decimos que sea una política orquestada a conciencia por una mente siniestra. Concluimos, en todo caso, que el poder judicial funciona como una estructura que, lo que produce en un plano, no es indiferente a lo que produce en otro: es un sistema de engranajes en el que el movimiento de una mínima pieza afecta a la maquinaria entera. En tal sentido, la aceptación cultural del slogan “sin perpetua no hay justicia”, lema acicateado por un personaje como Fernando Burlando, que nunca disimuló su interés de hacer un uso político del caso en el que fue querellante, tiene –más allá (o más acá) de su correspondencia con la demagogia punitivista- una consecuencia política fundamental: reforzar la idea de que la inhabilitación “perpetua” de Cristina, su proscripción, es algo justo.
Por afinidades electivas, lo conservador tiende a encolumnarse con la derecha y lo progresivo con la izquierda. Sin embargo, el uso político de un caso que provocó indignación popular ha logrado romper tabiques y separaciones. A pesar de lo mucho que puedan desagradarnos los agresores, es urgente discutir con cada compañerx que cayó en la trampa del punitivismo porque es el vector de contagio que utilizó la derecha para penetrarnos el virus del conservadurismo político, buscando así hacernos dudar de nuestra identificación con las fuerzas progresistas –del kirchnerismo a la izquierda popular- y pretendiendo con ello horadar la confianza en la conducción de Cristina. La no aceptación de la pena de prisión perpetua (con las características que tiene en la Argentina), incluso para los responsables de un crimen grave como el asesinato de Fernando, es parte de la lucha histórica contra las derechas (las que están presentes en la política partidaria pero también las que nos habitan a cada unx de nosotrxs) y que actualmente amenazan con retornar al poder. Esto también es urgente. Perpetua no es justicia.
*Imagen de portada: Infierno, Carlos Alonso (1969)