DISCURSOS MORALES DE UN ATAQUE RENOVADO A LOS DERECHOS

POR SANDRA WOLANSKI Y FLORENCIA PACÍFICO, PROGRAMA ANTROPOLOGÍA EN COLABOR – CITRA Y FFyL, UBA.

La legitimidad de las organizaciones de las y los trabajadores en juego.

“Tenemos escuelas públicas que formaron a los mejores y hoy están tomadas por los sindicatos kirchneristas (…) Tenemos médicos, estudiantes y laburantes que quieren salir adelante pero piqueteros mafiosos que les hacen la vida imposible todos los días”. Con estas palabras, el spot de Patricia Bullrich condensa discursos virulentos que resuenan de manera continua en la actual campaña electoral. Circulan, así, miradas que cuestionan no solo la legitimidad de las formas de organización colectiva de las y los trabajadores, sino también de los derechos conquistados y de los modos de vida de quienes componen la amplia mayoría de la población.

Al tiempo que se cuestiona toda forma de organización de las y los trabajadores como “mafiosa”, “violenta” y “criminal”, se propone la destrucción de políticas públicas y el acceso a derechos básicos como la jubilación, la salud y la educación en un contexto de crisis prolongada y de deterioro progresivo de los ingresos, en el que ganarse la vida se hace  cada día más difícil. En sus intervenciones públicas y provocaciones, Javier Milei hace explícita esta mirada anti derechos. “El modelo de la casta parte de una premisa nefasta, que dice que donde hay una necesidad nace un derecho”, afirmó en el contexto de los debates presidenciales. Sin tapujos y de forma recurrente, arremete contra uno de los imaginarios más influyentes de la política argentina y afirma que los derechos “alguien los tiene que pagar”. El “plan platita”, la “industria del juicio”, “los zurdos empobrecedores” son otras tantas de las figuras retóricas que especialistas en comunicación crean para resumir un ataque recargado sobre las condiciones de vida de las y los trabajadores.

La impugnación del acceso a derechos asociada a una sospecha y al cuestionamiento de la legitimidad de las organizaciones de los y las trabajadores no resulta un discurso nuevo ni reciente. Como reflexionamos junto a otrxs colegas del Programa Antropología en Colabor en el libro “Bajo Sospecha. Debates urgentes sobre las clases trabajadoras en Argentina” (Cooperativa Callao, 2019), estos discursos  estuvieron presentes sustentando las acciones represivas y políticas regresivas sobre los ingresos y las condiciones de vida de las y los trabajadores que puso en marcha el gobierno de Mauricio Macri y recuperan un conjunto de asociaciones estigmatizantes sobre los sectores populares que atraviesan los debates políticos hace al menos tres décadas.  Se trata de  discursos y prácticas profundamente moralizantes que, como lo afirmamos en dicha publicación, cobran forma en dos miradas contrapuestas. Por un lado, la sospecha. Colectivos e individuos, barrios enteros y organizaciones, son señalados como ilegítimos y a priori moralmente cuestionables. Por el otro, una mirada romántica que actúa como necesario contrapeso de esos relatos: las historias excepcionales de esfuerzo y de éxito individual, de “buenos pobres” que logran sobreponerse a la adversidad “dándolo todo”, y siempre de manera individual. El cuestionamiento de la legitimidad de las dirigencias sindicales y las estigmatizaciones hacia quienes reciben transferencias monetarias o gestionan recursos estatales, formaron parte de estas imágenes morales que en aquel libro procuramos rebatir. Nuevamente, es urgente desandar la simplificación y los ocultamientos detrás de estas miradas estereotipadas que reaparecen hoy (porque nunca desaparecieron).

La impugnación de las dirigencias

En los spots y debates recientes de Bullrich y Milei, una de las maneras en que se ataca la legitimidad de los sindicatos es situando el foco en sus dirigencias. Organizaciones enteras son resumidas en la figura de tal o cual dirigente, sea cual sea su signo político y más allá de los muy distintos modos de construir sindicalismo que existen en nuestro país. Se trae a la discusión pública la figura de Baradel, pero se oculta a sindicatos y federaciones docentes que reúnen y movilizan a miles de trabajadoras y trabajadores de la educación de todo el país. Las y los docentes, en estos discursos, quedan encasillados en una de dos posiciones: o bien son vagos que no quieren trabajar; o bien víctimas inocentes de dirigentes espurios y mafiosos.

Para afirmar ese cuestionamiento hacia las y los dirigentes, suele enarbolarse como evidencia la cantidad de años que llevan en sus cargos. ¿Cómo puede ser que haga diez, quince o veinte años que un sindicato tiene al frente al mismo secretario general? Esta pregunta, que busca implantarnos la duda sobre los medios a través de los cuales se produce esa continuidad, no suele en cambio formularse en relación a los CEOs de las grandes empresas del país, en quienes la permanencia se estima como éxito (solo por citar ejemplos, los 30 años de Pagani en Arcor, o los 12 de Aracre en Syngenta). Si los dirigentes sindicales son “siempre los mismos”, nos dicen, es que se mantienen en el poder a través de métodos cuestionables: para la derecha liberal, se trata de una mafia; para la izquierda, se sostienen por la burocratización y la ausencia de democracia sindical.

Sin embargo, a diferencia de las empresas privadas, de la justicia y de la mayoría de los organismos estatales, la Ley de Asociaciones Sindicales (Ley 23551) establece la obligatoriedad de procesos electorales periódicos, estrictamente regulados, para la elección de autoridades. Ignorando estos procesos electorales  y la enorme inversión de tiempo, esfuerzos y recursos que implican para los sindicatos, así como la necesidad de consensuar y definir listas que incluyen a decenas de dirigentes y cuadros, la alternancia se proyecta como una ideología que celebra el recambio de las figuras que encabezan las organizaciones como un valor en sí mismo, y que se impone sobre las organizaciones de las y los trabajadores.

Un punto central que las miradas externas centradas en la persona de los dirigentes dejan de lado, pero es un dato casi obvio para cualquier militante sindical, es que los dirigentes son parte de listas y agrupaciones gremiales que necesariamente deben conformar para ganar las elecciones y acceder a sus cargos. Así, las historias de los dirigentes son las historias de las listas que conforman y conducen: cada lista se genera en contextos históricos específicos, representa banderas y luchas. Además, condensan alianzas: la mayor parte de las listas sindicales se crean como unión de distintas agrupaciones, tendencias o líneas que reúnen y a la vez dividen a las y los militantes sindicales. Enfocar la mirada únicamente en los dirigentes implica desconocer que ellos encabezan y representan esos procesos, que desde las organizaciones suelen ser entendidas en términos de “unidad”. En efecto, representar, defender, convocar la unidad es una de las reivindicaciones más habituales de los dirigentes sindicales en nuestro país. Pero la unidad -y la permanencia de quienes la representan- no está dada: es constantemente negociada y es objeto de un trabajo político sostenido. Es una apuesta y una disputa constante, hacia adentro y hacia afuera, a la vez que una necesidad para la continuidad de las conducciones.

Lejos de ser solo una consigna, o un valor abstracto, la unidad tiene un sentido bien concreto: sintetiza la fortaleza de una lista sindical. Porque es un trabajo constante y está siempre amenazada, sostenerse en unidad es un logro, una conquista en sí. Unidad y continuidad posibilitan la potencia, la eficacia, la acumulación de fuerzas en pos de proyectos políticos y gremiales. Desde la perspectiva de los sindicatos, entonces, sostenerlas a lo largo del tiempo, en dinámicas de recambio y frente a las presiones externas, tiene un valor opuesto al que le otorgan las acusaciones que equiparan permanencia con anquilosamiento. Frente a la ideología de la alternancia, que propone al cambio como un valor en sí mismo, sostener la unidad es una reivindicación y un logro.

Planeros y meritócratas somos todos

El debate en torno al rol del Estado en la regulación laboral y sus vínculos con las organizaciones de trabajadores incluye entre sus puntos más controvertidos el asunto del futuro de los “planes” sociales. “Planes” es la forma coloquial y a menudo despectiva de llamar a todo un conjunto de formas de intervención estatal que desde hace décadas tienen como destinatarios a aquellos sectores de la población sin acceso al empleo formal. Son quienes desde la economía popular “inventan su trabajo”, creando alternativas para generar ingresos y reproducir sus vidas bajo formas no asalariadas. Ya sea interpelándolos como víctimas de un “Estado gastador” o de la manipulación violenta de las organizaciones, las intervenciones de Milei y Bullrich en spots y debates reproducen un imaginario que asume la pasividad e inacción de quienes reciben transferencias monetarias como parte de programas de inclusión laboral. Terminar con los planes, transformarlos en empleo, modificar su temporalidad o condicionalidades son algunas de las propuestas esbozadas. La negación de los trabajos que realizan día a día quienes forman parte de cooperativas o unidades productivas creadas a partir de programas estatales es un punto recurrente en distintos posicionamientos sobre el tema.

Movilización en demanda por implementación de Ley de Emergencia Social. Marzo de 2017. Foto: Florencia Pacífico.

Mientras pegan ladrillo tras ladrillo en las cuadrillas de refacción de vivienda, entregan viandas en los comedores o participan de jornadas de trabajo en obradores, talleres textiles, carpinterías que se hacen espacio en los barrios populares, estos discursos resuenan como un eco, se escuchan como un murmullo que no hace más que agravar la incertidumbre y precariedad de las vidas. Desde la economía popular, no solo se busca contrastar, mediante distintas estrategias comunicativas, este prejuicio que afirma la “vagancia” o “falta de voluntad de trabajo” de los sectores populares. Sus formas de construcción política afirman el carácter laboral y la relevancia económica de sus formas de organización. Estos trabajos incluyen la elaboración de indumentarias, alimentos, muebles e insumos para la construcción en obradores autogestionados pero también una gran cantidad de  cuidados colectivos que ponen en marcha en barrios populares bajo la forma de merenderos, comedores, espacios de primera infancia, promoción de la salud, acompañamiento de personas en situación de violencia y consumos problemáticos.

Por otro lado, no es necesario hacer muchos números para rebatir cuantitativamente la idea de que sea posible “vivir de los planes”. El cálculo proporcional no falla, si consideramos que los ingresos percibidos por programas como el potenciar trabajo suelen calcularse en la mitad del salario mínimo vital y móvil y que este último no alcanza a cubrir la mitad de la canasta básica. Además, quienes reciben transferencias monetarias como parte de programas estatales generalmente desarrollan también otros distintos trabajos no asalariados para completar ingresos que difícilmente alcanzan a cubrir la canasta básica. Y si hoy, las regulaciones laborales no alcanzan para llevar a los salarios al nivel básico de la subsistencia, no es difícil imaginar que, con un achicamiento mayor del Estado, la situación no haga otra cosa que empeorar.

Taller del Polo Textil Las Mandarinas, organización Barrios de Pie, Avellaneda. Octubre de 2023. Foto: Sandra Wolanski.

Nuestro bienestar es un gasto

Los argumentos meritocráticos y la lógica de sospecha frente a las dirigencias no son miradas nuevas. Reaparecen elección tras elección, debate tras debate, inundados de una fuerte carga moral. Circulan en las miradas de indignación que un sector de la población expresa hacia otros sectores que supuestamente “viven de los que sí trabajan”,  “tienen lo que no merecen”, “cobran sin hacer”. Se expresan en ataques hacia organizaciones y dirigencias que -se dice- impiden la libertad de quienes sí quieren trabajar.

Quizás lo distintivo del debate electoral actual sea no tanto la relación derechos/obligaciones o mérito/recompensa sino la posibilidad de incluir a cada vez más sectores de la clase trabajadora en esta acusación de ventajismo. Con las propuestas liberales de achicamiento del Estado, de eliminación de gastos “improductivos”, de “vouchers” y privatizaciones, el mote de “planero” parece expandirse hacia todos aquellos usuarios de la salud y educación pública, hacia quienes utilizan servicios subsidiados. El acceso a condiciones de vida digna ya no constituye un derecho, tampoco parece ser, siquiera, una recompensa del esfuerzo, algo que es posible “ganarse” trabajando: educación, salud y desarrollo social se vuelven horizontes sólo disponibles para quienes puedan pagarlos. En suma, el discurso anti casta, anti dirigencias, anti estado, anti “gasto” no es otra cosa que una nueva forma de perseguir a las organizaciones de trabajadores y trabajadoras, poniendo en riesgo los alcances de aquellas garantías y protecciones alcanzadas a partir de su lucha.

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