ANECDOTARIO

POR PABLO DI LAURO, CONDUCTOR DE LA LÍNEA B.

huracan


La pequeña locomotora escupía humo, un humo con aroma exquisito de manies con vaina. -Manices, manices calentitos- gritaba el viejo, con arrugas en el alma, delante del “Tomás A. Duco”, un gigante de cemento con un gran globo pintado en su fachada.

1977. El diseñador gráfico había convertido en cenizas libros de un tal Ernesto Guevara, de un viejo de barba blanca de apellido Marx y de otro más joven sin barba, ojos rasgados y con un nombre de tres letras en su China natal.

-Por ustedes- decía Tito el diseñador gráfico cuando Marcelo y Adrián le preguntaron por que se convertían en cenizas esos libros en la pileta de la cocina – Años de plomo. Nunca más.

-Pásenla bien- les deseó Elsa mientras limpiaba una olla de barro donde convivieron en amistades unos extraordinarios ravioles de seso y verdura.

-Deme dos bolsitas- , y el viejo metió su mano en la locomotora y sacó dos bolsitas calientes repletas de maní, una para Marcelo y otra para Adrián. Mientras el “Tomás A. Ducco” abría sus brazos para recibir a esos pequeños de once y nueve años en sus entrañas.

Vivían en Barracas, más cerca de La Boca que de Parque Patricios, pero papá Tito declinó de llevarlos por primera vez a un estadio cerca de casa simplemente porque los colores impresos en su corazón eran los de “La Máquina” y el Charro Moreno jamás se lo perdonaría.

Entraron; escaleras y más escaleras, y ahí estaba cual paraíso terrenal: el campo de juego, ese mismo que veían por televisión, que imaginaban en sueños. Sus ojos tiernos, ausentes de maldad, grabaron para siempre esa imagen. Los equipos en la cancha: Huracán -San Telmo, veintidós jugadores de potrero, sin maquillaje ni cabellos de peluquería, ni publicidad en sus casacas, ni celulares esperando en el vestuario.

Cero a cero, aburrido, con poca emoción, con ausencia de buen fútbol.

– ¿Cómo les fue? – preguntó mamá Elsa apenas entraron a la casa. Marcelo, en pleno partido miraba atento los puestos de hamburguesas instalados al final del último escalón de la tribuna y Adrián entregaba su vista a cada centímetro de estructura del estadio: cero fútbol. Pero ese día, fue la visagra donde el tiempo les enseñó la pasión por la redonda”.

En esa época el fútbol era fútbol: “rabonas, sombreros, caños, paredes”, era el potrero y las plazas barriales trasladadas a un estadio profesional, se gozaba cada partido como si fuera una rama del arte donde los cánticos de las hinchadas eran música y las jugadas escenas teatrales con el desenfado de la mejor improvisación.

Parte del crecimiento de esos dos chicos del barrio de Barracas se moldeaba con los domingos de fútbol por la tarde. – Saluda hijo de puta!- y Mario Alberto Kempes, el matador, levantó su brazo derecho saludando y agradeciendo a una hinchada de River que aplaudía a rabiar su inolvidable actuación como jugador de Rosario Central en cancha de Boca donde River hacía de local.

Sí, de local, cuando su estadio Monumental era “reciclado” para el mundial del ’78; la mirada cómplice de esos chicos buscaban la de su padre sintiendo alegría en cada instante.

La abuela Teresa les preparaba la merienda cuando la visitaban en su casa de Brandsen y Hornos, ahí en Barracas. Chiquita, con esa pequeña joroba por los años trabajados y las manos milagrosas preparando la leche con pan y manteca que Marcelo y Adrián deglutían velozmente para atravesar el zaguán rodeado de macetas con plantas cual tunel “sin manga” y llegar cruzando la calle en diagonal a su estadio imaginario llamado “Plaza Virrey Vertiza con la número cinco entre sus manos. Tenían que llegar rápido para “pelotear” antes de que vengan los muchachos de la Micromar, porque esos si que jugaban en serio.

-Dale, ponete ahí que te tiro unos penales – , y ahí estaba el pequeño Adrián agazapado entre dos árboles gigantes, recibiendo desde los doce pasos la pelota acariciada con el pie izquierdo de uno de esos muchachos que cruzaba también a la “Virrey Vértiz” para el “picadito” de la tarde mucho antes que el destino tomara su mano, lo llevara a Ferrocarril Oeste para luego vestirlo de azul y oro y grabarle el número diez en su espalda. Y ahí llegaba Doña Teresa para buscar a sus nietos y llevarlos de la mano.

-Chau señor- se despedía un Adrián orgulloso de recibir penales pateados por un muchacho mucho más grande que él.

-Chau nene- saludaba cariñosamente el Beto Marcico.

Pasaron “mil años” desde que los indígenas en San Ignacio, la primera misión jesuítica fundada en Paraguay, inventaran el fútbol; con pelota hecha de caucho, sin arcos, jugado por varones los domingos a la tarde después de la misa, con la humildad de sus pies, consagrándose ganador el equipo que mejor resista al cansancio… “Mil años hace que el sol pasa, en cada valle una gente y cada cala esconde vientos diferentes pariendo esa curiosa raza que con su llanto hace un panal y de su sangre y su derrota dia de fiesta nacional”, nos canta el nano Serrat.

-No vayan a gritar ningún gol- les aconsejó Tito a sus hijos cuando las entradas visitantes de su equipo se habían agotado y tuvieron que conformarse con ver el partido en la tribuna local del cilindro de Avellaneda. No hubo riesgo de gritar algún gol: el local ganó 3 a Oy mientras los sensibles tímpanos de los dos pequeños recibían los gritos enfervorizados de cada gol convertidos a su equipo; unos tibios aplausos salían de sus tiernas manos demostrando que la actuación teatral también se hacía presente en una tribuna de fútbol.

¿Que quedó de aquella pequeña locomotora repleta de maníes en su interior?: solo nostalgia, recuerdos de un tiempo pasado que nunca volverá. Y aquella locomotora se llevó ese fútbol aguerrido que construía un lugar indiscutible a la épica.

El mundo cambió y el fútbol se transformó en global y mercantilizado. Los clubes se convirtieron en sociedades anónimas donde los socios obtuvieron el poder de decidir a qué mejor postor había que entregarlo. Quedarán en la historia los jugadores de antaño que después de las pastas del domingo jugaban el partido por el campeonato y la “descocían”.

Ahora el fútbol es resistencia más que habilidad; los campos de juego se convirtieron en verdaderos laboratorios de ensayo para los tatuadores y los peluqueros: peinados estrafalarios, cejas depiladas, tatuajes interminables; antes la estética de los jugadores era el reflejo de la calle, hoy en día la calle sigue la postura que marcan ellos.

Pero hay algo que jamás cambia ni desaparece: la pasión por el fútbol, esa misma que Tito el diseñador gráfico le transmitió eternamente a sus hijos y se llevó dentro de sí para compartir con el Charro Moreno, Muñoz, Pedernera, Labruna y Loustau.

Cuarenta años después los hermanos Marcelo y Adrián, desde el taxi o desde el subte, se siguen encontrando los domingos a la tarde, comprando -esta vez- los manies con vaina en la dietética del barrio y caminando juntos hacia la pasión.

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