No detenga su Motor
– A ver, hijo de mil puta. –grita Pedro sin sacarse el casco ni bajar de la Yamaha– Bajate, dale.
Pero tras la ventanilla polarizada las cosas no son lo que él esperaba y todavía tiene tiempo de pensar una vez más: no tendría que haber salido de la cama hoy.
Lo sabía desde que se despertó. Desde antes de despertarse. Cuando el celular empezó pi pi pi pi, pi pi pi pi y la resaca de la noche anterior empezó a cobrarse lo suyo.
Abrió los ojos y la luminosidad breve que colaba por las hendijas de la persiana hicieron su trabajo rápido y bien: puñales que le avisaron que, maldición, se trataba de un día hermoso.
Las sábanas se pegaban a su espalda por la humedad y el calor hijo de puta de mediados de febrero.
Hoy no tendría que ir a laburar, pensó Pedro paladeando el calor, volviendo a bajarle la cortina a sus párpados, no tendría que levantarme siquiera.
Se dio vuelta, abrazó a su mujer por la espalda, metió la cara entre sus pelos negros desordenados sobre la almohada y le apoyó la erección matinal entre las nalgas.
– Salí –masculló ella, sacándolo con un movimiento de hombro sin apenas despertarse. Pedro separó el cuerpo con una puteada en los labios resecos. Después se levantó de la cama como pudo e intentó, a ciegas, encontrar algo con qué vestirse. Inútil, habría que esperar. Dejó pasar los segundos que pronto fueron minutos hasta que sus ojos se fueron acostumbrando a la luminosidad tenue. Al fin agarró la remera gris con la lengua de Los Stones de arriba de la silla y la olió.
Aguanta, pensó. Y se la puso.
Se dio vuelta hacia la cama. Casi quince años juntos y todavía lo calentaba como loco el dibujo del cuerpo bajo las sábanas, el pelo renegrido desparramado en la almohada, la boca entreabierta en un ronquido suave.
Cuánto hace que no la despierto a pijazos, pensó. Sonrió enseguida, negando con la cabeza: cómo si se fuera a despertar. Como si no supiera lo que iba a pasar, lo que acababa de pasar: salí, dejame. Pensó que quizá el matrimonio termina siendo eso: que la mujer que te calienta te saque con un movimiento de hombro y sigan durmiendo una mañana de calor.
Levantó el jean y las topperolas del piso y se fue a la cocina.
Sacó la botella de agua fría de la heladera y dio un trago larguísimo para tratar de apaciguar el incendio.
Puso a calentar la pava con el agua para el mate y se terminó de vestir. Cuando la erección aflojó un poco fue hasta el biorsi a desagotar. Se lavó los dientes y en el camino de vuelta a la cocina hizo una parada en el cuarto de los pibes que dormían profundo, sin taparse y en cuero, despatarrados como dos marionetas rotas bajo el ondular monótono del ventilador de techo que hacía flamear, una vuelta sí y la otra también, la bandera de Racing.
No tendría que ir a laburar hoy, pensó, ni ellos a la escuela. Quedarme en casa, que peguen el faltazo y boludear un rato con la manguera en la terraza o irnos a jugar a la pelota al parque. Pero recordó la cuota de la heladera, el seguro de la moto, el vencimiento de la concha de su madre. No.
Hoy no es el día, pensó. Pensó que capaz la vida adulta es eso: que nunca sea el día. Nunca tu día. Que el de quedarte con los pibes, jugar, reírse como locos siempre, es siempre otro. Mañana. O pasado, capaz. Nunca hoy.
Maldición, cantó bajito como si se arrullara, va a ser un día hermoso. Maldición.
Volvió a la cocina. Con el primer amargo prendió la radio sólo para confirmar el calor de mierda e informarse del estado del tránsito: marcha lenta en Lugones mano a Capital, un poco más fluida en Dellepiane y la autopista Illía. El Acceso Norte totalmente detenido a la altura de Pacheco por un corte de ruta de los trabajadores de Fate.
No tendría que ir un carajo, pensó una vez más, mientras agarraba el casco, los anteojos negros, las llaves de la Yamaha y salía a la calle.
En la agencia lo esperaban mate, biscochitos y charlas repetidas de lunes a la mañana: El calor, el tránsito, lo que escabiaron el fin de semana, lo que morfaron. Y fútbol: Boca que se comió tres con los Cuervos. Los tenemos de nietos. Ganen una Copa y después hablamos. Hijo. Qué querés si al Chino Benítez no le trajeron a nadie. ¿Lo escuchaste a Cascini? Otra vez el cabaré. Y River, a penas uno a cero y eso que jugaban con Banfield, eh. Uno a cero y a la punta, loco. Andá, jugaban con nadie. Sí, pero nos echaron al Muñeco. Callate, si sale uno y tienen otro ¿viste qué golazo metió Lucho? No jodas, es un pecho, ese. ‘Tas loco. Vos porque sos quemero. ¿Y Racing, Racing de mi vida, vos sos la alegría de mi corazón? Dos al Bicho. Vamos Cardetti. Vamos. Vamos. Vamos Lacadé.
Morgan, el encargado, los interrumpió para avisar que había poco laburo.
– Y vos no empieces a romper las bolas, eh, Piter –dijo.
Me tienen marcado como quilombero, pensó Pedro con un dejo de orgullo. Si no me comí los mocos con la yuta en el 2001 no voy a arrugar ahora con estos giles. Volvió a los biscochitos y el mate mientras la charla se fue haciendo más y más igual a sí misma, el calor crecía y con el calor el tedio.
No tendría que haber venido, se repitió. Pero cuota, seguro, vencimientos: hay que aguantar. Aguantar, salir y hacer la guita. Mirá que tipo responsable que estoy hecho, pensó.
– Vení, Piter, –lo llamó El Pelado al rato– vamos a hacer uno.
Por fin una buena, pensó Pedro, y salió a la vereda a fumarse un porro con el que fumarse esa mañana infumable.
El primer viaje le tocó a las diez y media.
– Piter –gritó Morgan.
Y le dio el papelito: Vasena, Amancio Alcorta y Pepirí, preguntar por Patricia.
El centro era un infierno de autos y calles cortadas por cansinas cuadrillas de trabajo que parecían estar arreglando lo que habían roto el día anterior. O al revés, rompiendo lo arreglado. Algo así. De cualquier manera fue una alegría rajar para Pompeya.
El calor del asfalto se sumaba al calor de febrero y Morgan no dejaba de romper las pelotas con el Nextel –por dónde andás, en cuánto llegás, llamó Patricia que necesitan los sobres antes de las doce en expreso Cruz del Sur– mientras Pedro se aferraba a la locura del medio porro fumado en la vereda con el Pelado para surfear la mañana de sol.
Bajó por 24 de Noviembre y dobló en Cochabamba. Llegando a Dean Funes un auto de altísima gama blanco que venía a las chapas le hizo un esquive por la derecha, lo encerró contra un contenedor y casi lo tira a la mierda.
Cheto hijo de puta, pensó Pedro, orgulloso de su conciencia de clase. Y aceleró.
Le mete pata hasta la esquina de la Placita Martín Fierro y al doblar en la Rioja los agarra el semáforo.
Perdiste, muñeco, piensa.
Esquiva un par de coches y para de golpe junto a Altísima Gama Blanco, al que las puertas le laten por el volumen de la música. Aprieta los dientes con bronca y el sabor de la adrenalina en la saliva. Confirma que si no se comió los mocos con la yuta en el 2001 no le va a perdonar la vida ahora a este cheto de mierda.
– A ver, hijo de mil puta –grita sin sacarse el casco ni bajar de la moto.
La ventanilla polarizada baja con un zumbido inaudible tras la música que sale grosera de unos parlantes así de grandes y que hace temblar la puerta.
Cuando la mitad del polarizado desaparece en la puerta blanca, Pedro se da cuenta que dentro del Altísima Gama no viene el cheto que esperaba encontrar sino un morochito con la mandíbula desencajada y los ojos inyectados bajo una gorra violeta que dice NY en letras doradas. La música que escupen los parlantes así de grandes, completa el cuadro.
Si tu viejo es zapatero,
zarpale la lata
Uy, piensa Pedro, un cabeza. Y bue, le va a caber igual, decide y a la mierda con la conciencia de clase de la que se enorgullecía un instante atrás.
– Bajate, dale.
Del mandibuleo desencajado del pibe de la gorra violeta cuelga una sonrisa media asta que parece decir qué pasa, amigo. Pero el pibe no dice nada. Nada. Pero a medida que la ventanilla baja –el zumbido, el polarizado que se va, la música de mierda cada vez más fuerte– delante de los ojos inyectados y la sonrisa media asta aparece la boca negra de una metra que apunta entre los ojos de Pedro, que todavía tiene tiempo de pensar una vez más: no tendría que haber salido de la cama hoy, antes de que la sonrisa media asta se transforme en risa franca y la ráfaga reviente su cabeza dentro del casco y el casco también. De día hermoso a la mañana trágica.
Y cuando todo es gritos de vecinas que hasta recién hacían las compras y porteros que dejaron de barrer la vereda para mirar horrorizados el espectáculo –la rueda delantera de la Yamaha girando lenta e inútil, el cuerpo de Pedro como un muñeco al que un perro le hubiera arrancado la cabeza tiñendo el empedrado de sangre– el Altísima Gama sale arando por La Rioja, con la ventanilla todavía baja y la música al taco –ahora los pibes andamos viajando y el quieren que le conviden que levante las manos– hasta perderse como una mancha blanca entre el tránsito, más allá de Avenida San Juan.
Kike Ferrari