POR JESICA CAMPOS, BOLETERA LÍNEA D.

El pasado 22 de julio se cumplieron 30 años del fallecimiento de uno de los autores argentinos más tardíamente reconocidos: Manuel Puig. Si hoy reivindicamos sus obras, es porque su lucha todavía sigue vigente.

Manuel Puig no fue parte del boom latinoamericano. Fue marginado por su homosexualidad.


Puig nació el 28 de diciembre de 1932 en un pequeño pueblo de General Villegas, provincia de Buenos Aires, en una época donde ser mujer u homosexual era un insulto. Por esto desde muy chico se refugia en el cine y es ahí donde encuentra su primera pasión. En 1956 gana una beca para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografia en Roma. También vivió en Londres y Estocolmo, donde ejerció de profesor de italiano y español. Incluso llegó a ser asistente de director de cine en 1961 y 1962. Después de varias experiencias, finalmente, opta por la escritura. Sin embargo, con la vuelta de la Democracia, va a ver brillar varias de sus obras en la pantalla grande. Como es el caso de El beso de la mujer araña, filmada en 1985 por el argentino Héctor Babenco. El éxito fue tal que llegó a Broadway en forma de comedia musical y hasta hicieron una versión de ópera con música del alemán Hans Werner Henze.


Puig no es solo vanguardista, es transparente. Habla de sí mismo por medio de los diálogos entre sus protagonistas y utiliza según su capricho y conveniencia el resto de los géneros populares (radionovela, noticias periodísticas, tangos, cartas y otros) para mostrar la cotidianidad que lo desborda. Puig narra desde la experiencia de un marginado y los sentimientos a carne viva, pero en su afán de saber y comunicar, intercala en sus obras el lenguaje técnico de los trabajos de investigación de autores reconocidos a nivel internacional como Sigmund Freud.
Si la sensibilidad abrumadora de Puig no alcanza a los intelectuales y escépticos, entonces va a tirarles por la cabeza manuales enteros de teoría. Va a hablarles de lo ridículo que es su régimen político heterosexual y obligatorio que no solo persigue y castiga al diferente, sino a todo aquel que se rebela contra el poder y la explotación de una clase sobre otra. Porque todo en Puig es transgresor.
Así se ganó las críticas de sus colegas contemporáneos. De hecho, muchos consideraban de mal gusto el lenguaje popular que tanto caracterizaba a las obras de Puig. La primera de ellas fue La traición de Rita Hayworth escrita en 1968. Obra que llegó a concursar en España para el premio Seix Barral, pero tuvo el voto en contra de uno de los jurados, nada menos que Mario Vargas Llosa, quien amenazó con renunciar si le daban el premio a «ese argentino que escribe como Corín Tellado».


La siguiente novela, Boquitas pintadas que salió en 1969 (llevada años después al cine por Leopoldo Torre Nilsson) escandalizó a la comunidad de General Villegas (Coronel Vallejos en la ficción) que se vio retratada y expuesta con todos los trapitos al sol, cosa que no les hizo ninguna gracia.
Para colmo, la tercer novela de Puig, The Buenos Aires Affair publicada en 1973, directamente fue censurada y prohibida. Este policial narra los últimos días en la vida de Leo Druscovich. Gira en torno a una serie de desapariciones, pistas falsas y obsesiones sexuales. Puig no solo denuncia uno de los tantos golpes de Estado, casi habituales el siglo pasado, y reivindica el Cordobazo que tanto se empeñaron en borrar de nuestra historia, sino que para colmo sus protagonistas son antiperonistas que además de cuestionarlo todo, se atreven a mencionar el nombre del General Perón en medio de una «escena pornográfica» y una seguidilla de «obscenidades» que fueron demasiado para Los Funcionarios de la División Moralidad de la Policía Federal. Dedicados bajo órdenes del gobierno a la estricta censura que también reflejaba la obra que acababan de incautar, indignadísimos.
Puig era demasiado para la doble moral de la época y esto le costó el exilio a México. Fue ahí, en 1976, donde escribió su cuarta obra (censurada por supuesto en la Argentina) de la que hoy quiero hablar y probablemente no deje de horrorizar a algunas viejas pacatas y militantes reformistas.
El beso de la mujer araña es una novela que desnuda la intimidad de dos hombres que cayeron presos en la misma celda mugrosa de Buenos Aires. Pero sin narración. Porque cuando Luis Molina habla, Valentín Arregui escucha. Y mientras va contando sus películas, parece que nada más importa. Después de todo, solo se tienen el uno al otro.
Casi enseguida te das cuenta que Valentín fue detenido, como tantos otros en los setenta, por ser un militante de izquierda dispuesto a vivir y morir por una causa. Había encontrado su motor y este es, nada más y nada menos, que el motor de toda la historia de la humanidad: la lucha de clases. Para Valentín todo es política. Ni siquiera encerrado en un cuadrado de dos metros por dos metros deja de pensar en el día que el pueblo entero se levante para tomar lo que le pertenece. Él mismo lo dice, sentado en el piso, tirado junto a sus libros que hablan del Poder y la Resistencia, «yo no puedo vivir el momento, porque vivo en función de una lucha política». Y Molina lo escucha, le ceba otro mate y siente una tristeza infinita. ¿A cuántos vio morir ya? No lo recuerda.
Molina está preso por «ser», aunque en su expediente figure otra cosa. La mal llamada justicia castiga y encierra al diferente. En este sistema no solo se criminaliza a la homosexualidad, sino que en ese momento hasta la OMS habla de ella como si fuera una enfermedad. Molina está preso por actuar y vestir como una mujer. Dentro del encierro sueña con un amor para toda la vida. Poder casarse con un hombre y envejecer a su lado. No se avergüenza de su sensibilidad y en sus historias, las mujeres siempre son protagonistas. Para Molina ser mujer no es un insulto. Al contrario, las admira. «Si todos los hombres fueran como mujeres, no habría torturadores» le dice a Valentín.
Al principio no entiende que su identidad también es política y que tiene más en común con Valentín de lo que cree. Así que en sus charlas ambos se enfrentan. «Todos los políticos son unos ladrones» le grita Molina a Valentín y él responde «Quien no actúa políticamente es porque tiene un falso concepto de responsabilidad». Valentín tampoco podía ver aquello que los iba a terminar uniendo. Para él, las películas de las divas de Hollywood son frívolas y sin sentido. Un escape de la realidad. Todo lo que importa es el movimiento que lo precede y del que no puede hablar. Valentín sabe que los tipos como él no salen vivos de la cárcel. Ni siquiera puede escribirle una carta a su compañera sin exponer su ubicación. Está solo, pero hace bien en no confiar en nadie.
A Molina lo tentaron con la libertad que cada vez se vuelve más amarga. Lo único que tiene que hacer es lograr que Valentín le diga algún nombre o punto de encuentro. Pero no puede y a medida que pasan los días, se vuelve más difícil traicionarlo.
A veces creo que Molina intentó advertirle a Valentín lo que pasaba por medio de sus historias. Por eso hay que prestar mucha atención a esos diálogos larguísimos, repletos de detalles, sobre el que gira toda esta novela de corte realista. Pero como Puig es parte de la vanguardia, que suele jugar y entremezclar los géneros hasta crear algo nuevo, no hay que dejar pasar tampoco ninguna de las notas al pie. Porque ahí podría cambiar la historia.
De hecho, el autor parece decir que lo único que importa es la perspectiva que elijamos. La falta de un narrador omnipresente, que conozca el pasado y juzgue las acciones de los protagonistas, refuerza esta teoría. Al no estar, somos nosotros los que elegimos qué está bien y qué está mal. No hay ningún arbitro en el que podamos confiar, así que no te va a quedar otra que involucrarte.
Cada palabra, cada asterisco, cada punto suspensivo, es intencional. Puig muestra el todo desde distintos niveles. Por un lado, el diálogo entre Molina y Valentín, con sus respectivas notas al pie, que le dan un marco teórico a la situación y te recuerdan de nuevo porqué están ahí. Ambos cruzaron el límite impuesto por las normas sociales a las que un individuo, si quiere sobrevivir, se debe adaptar, incluso aunque vaya en contra de sí mismo. Esta información podría figurar en alguno de los libros que Valentín lleva consigo, pero no lo sabemos con seguridad. De momento sin ningún tipo de aviso, terminamos leyendo sobre la teoría de la sexualidad de Sigmund Freud y el género de John Money, entre otros autores menos conocidos («De gente con tus inclinaciones sé muy poco» confiesa Valentín) y hasta inventados como Aneli Taube con su trabajo de Sexualidad y revolución para que no queden más dudas del vínculo entre ambos protagonistas. De hecho, la doctora, tras un largo análisis que cuestiona no solo los roles de género, sino la masculinidad tóxica, finaliza hablando sobre la importancia de la organización y la lucha colectiva. Si el autor hace hincapié en esto, es porque el mismo Puig perteneció al Frente de Liberación Homosexual en los setenta y hasta colaboró con la revista Somos que compilaba propaganda política, poemas y denunciaba las problemáticas que padecían las personas LGTBQI+.
Por otro lado, está la conversación entre el Director, el Suboficial y Molina, de la que Valentín no forma parte y justamente por esto la charla ya no es entre iguales, no comparten la comida, ni el sueño, ni las experiencias, sino que el Director ostenta el poder que los obliga enfrentarse. Y por último están las 3 películas narradas por Molina (o «Carmen, la de Bizet» su verdadero nombre según nos cuenta) con lujo de detalles.
No hay que perder de vista ningún nivel, ninguna de las perspectivas. Porque todas ellas enriquecen esta obra disruptiva de Manuel Puig. Da gusto encontrarse no solo con el lunfardo, sino con la sensibilidad descarnada de los personajes. Es muy fácil enredarse entre los diálogos que se dan en este presente constante, sin principio ni final.
Después de todo, como bien dice Valentín, Molina es la mujer araña que nos atrapa a todos con su tela.