Rocambole: “La batalla es crear nuestra cultura”
Gladiador por naturaleza en el arte de las imágenes, Rocambole ha transitado miles de combates desde la época de la sociedad de los niños salvajes, experimentando diversas técnicas y estrategias sobre la forma de encontrar la identidad de pertenencia a través de la huella y marca de sus obras. Referente artístico desde finales de los 60, Ricardo nos relata en viaje hipnótico el mundo de la inspiración visual sobre los tiempos de la Cofradía de la Flor Solar, sus periplos al exterior, el inicio de la artística de los Redondos y la percepción clara e inquieta del catedrático de Bellas Artes, exponiendo conceptos claros sobre los ritos y costumbres de sus tiempos. Los compañeros entrevistadores pudieron ir descubriendo al polifacético artista.
(Alejandro) –Desde el momento en que usted entra en contacto con el arte, ha experimentado con diversas herramientas: el dibujo, la pintura, la aerografía, la serigrafía, y lo ha plasmado visualmente en forma pictórica, en animaciones, historietas. ¿Cómo surgió ese vínculo? ¿Fue inducido o espontáneo?
–Cuando me invitan a dar charlas, conferencias o incluso a dar clases en la Facultad de Bellas Artes, apelo a una especie de muletilla: todos dibujamos desde muy temprana edad. Empezamos con el arte en el mismo momento en que comenzamos a aprender a hablar, a caminar. Sabemos que caminar es importante; que hablar, obviamente, nos transforma en los seres humanos que somos. Y el dibujo está ahí. A una criatura de un año y medio uno le da un lápiz y comienza a hacer unos ovillitos cada vez más complejos y al llegar más o menos a los cinco es capaz de hacer cualquier cosa. Le gusta dibujar, y no sólo lo entretiene, sino que lo toma como una cosa muy seria. Pero algo pasa entre los seis y los doce años que hace que el noventa y cinco por ciento de esos chicos abandone esa habilidad. Me atrevo a inferir que lo que sucede es la educación formal, o sea la escuela primaria, que evidentemente prepara a los nuevos seres humanos quizá para una sociedad en la que el dibujo o el arte no son tan importantes. No se estimula demasiado ni la música, ni la danza, ni la poesía. En general todo lo que se enseña es evidentemente práctico, para una sociedad basada en un esquema, podríamos decir, capitalista. Es decir, algo tiene que servir para algo, hay que trabajar para ganar dinero y hay que comprar más cosas porque, si tenemos más cosas, somos mejores, etcétera. Entonces nos enseñan matemáticas y gramática, pero no nos dicen qué hacer con la gramática, no nos enseñan poesía. Y cuando hay clases de dibujos o de artes plásticas, generalmente es un juego o un recreo. A nadie le van a hacer repetir el grado porque no dibuja bien; sin embargo, si no sabe escribir bien, directo a repetir. El arte siempre está un poco en minoría, aunque para mí es un derecho, un derecho tan válido como cualquiera de los derechos humanos. El arte nos saca de una vida absolutamente material. Si no existiera, haríamos lo mismo que cualquier ser vivo: naceríamos, creceríamos, nos alimentaríamos, excretaríamos, nos reproduciríamos y seguramente moriríamos. El arte nos da ese nivel humano, nos hace trascender.
–¿La disconformidad fue un motor de búsqueda y de hallazgo en esta expresión artística?
–Recién decía que un noventa y cinco por ciento de los chicos que comienza la educación formal abandona esa habilidad que habían tenido. Probablemente yo pertenezca a ese cinco por ciento que, aun sin ese estímulo educativo, siguió dibujando porque le gustaba. Quizás era muy malo jugando al fútbol y tampoco era bueno peleando. Y en el colegio, si no sabés jugar al fútbol o pelear, llevás una vida desagradable. El acoso ha existido desde siempre y uno se tiene que destacar por algo. Tener a mano una habilidad y que los otros chicos digan: “Uh, mira cómo hizo eso” tal vez te otorgue cierto lugar, ¿no?, en la sociedad de los niños, que es una selva salvaje. En cuanto a la temática, me vi muy influenciado por las historietas. Porque desde pequeño vivía leyendo historietas. En ese entonces, hace muchísimos años, era la época de oro de las historietas. Es más, aprendí a leer con ellas. Mi viejo, cuando volvía a la noche, me leía historietas y yo, con tres o cuatro años, quería saber qué decían. Me enseñaba a deletrear a partir de los diálogos. Cuando fui a la escuela, ya sabía leer gracias a las historietas.
–Usted fue aprendiendo técnicas que fue mezclando y generó una manera muy singular de presentarlas hasta que rompió, de forma independiente, con un formalismo que estaba de moda en ese momento, en los 40. Y, tiempo después, rompió con los años asfixiantes de la dictadura y creó la Cofradía de la Flor Solar como un espacio de libertad, digamos, para desplazarse libremente sin ataduras…
–Sí, hasta cierto punto, lógicamente. El asunto de la técnica y el desarrollo lo establecería claramente en faces. Cuando estaba en la escuela en un momento la maestra le dijo a mi vieja: “¿Por qué no lleva a este chico a algún lado donde le enseñen dibujo? Entonces me llevó a la Escuela Superior de Bellas Artes de la ciudad de La Plata, donde había cursos para niños de ocho a doce años. Me quedé enloquecido. Porque en esos tiempos no existía la pedagogía actual, que te enseña a recortar papelitos. No, ahí te enseñaban a dibujar como a los adultos. Ponían un foco en una estatua y tenías que dibujarla tal cual; venía el profesor y lo que estaba mal lo borraba. Y a mí eso me encantó porque lo que yo quería desesperadamente era saber dibujar. Quizás a otros los habrá frustrado porque era una enseñanza muy rígida, pero a mí me vino bárbaro.
Ya adolescente, quería trabajar de eso: pintar, dibujar, lo que sea. Y comencé a dibujar carteles. Me encontré con un fileteador que me enseñó los secretos de ese arte y así me gané la vida, porque obviamente en esa época, cuando terminabas la escuela primaria, el padre te decía: “Vas a estudiar o a trabajar. Si estudiás, igual tenés que trabajar porque yo no puedo mantener a todos”. Entonces era muy común que uno saliera de la escuela y fuera a buscar laburo de cadete o de lo que sea. Y yo me las arreglaba con la valijita de letrista. El hecho de hacer cosas de publicidad, vidrieras, me acercaba cada vez más al asunto de la imagen y por otro lado, como decís vos, aprendía técnicas: cómo utilizar pinturas sintéticas, cómo hacer una letra con esto o con lo otro, lo cual es todo un entrenamiento.
También en mis épocas en La Plata, cada tanto venía un circo que se instalaba en el bosque, en las afueras de la ciudad. Como sabía que todos los chapones pintados que traían para hacer las carteleras y las empalizadas se deterioraban cuando desarmaban y armaban, yo iba con la valijita y me ofrecía para retocarlas, y ahí cobraba. Y de vez en cuando, en algún parque de diversiones, había que decorar interiores de juegos, como por ejemplo el Tren Fantasma o el Globo de la Muerte. Entonces pintaba calaveras, vampiros… las cosas que de alguna manera más tarde fueron fuente de formas e inspiraciones (risas). En esos momentos aprendí técnicas que para mí eran importantes, serigrafía, forma artesanal de estampar y hacer ediciones sin tener una impresora o una imprenta.
–Melisa es pintora y a ambos nos impresiona esto de amalgamar distintas técnicas.
–Claro. Comencé a desarrollarme mejor con la cartelería y, un poquito antes del servicio militar, empecé a hacer ilustraciones realistas, muy realistas, para cartelones de ruta. Como en esa época no existían los plóters, si había que hacer una caja de zapatos o de pomada, tenía que ser hiperrealista en tamaño gigante. He hecho botellas de Coca Cola con toda la transpiración, las cositas, los brillitos… todo hiperrealista. Ahí adquirí cierta habilidad para la realización. Además, al trabajar así, en gran tamaño, desarrollando con cuadriculado la imagen y ampliándola; o, más acá en el tiempo, utilizando un proyector y calcando la imagen, uno va acumulando y al final sirve para todo. De hecho, en la tapa del primer disco que hice para Los Redondos, incorporé la serigrafía. Era la única manera de realizarla porque se trataba de un grupo independiente que no tenía dinero para hacer una producción en imprenta. La idea era aprovechar esas cosas, hacer lo más posible con lo mínimo, que es de lo que uno disponía, como un entrenamiento, así como los mecánicos aprenden a arreglar un motor, antes al menos, con alambre… O el ingenio que sirve para aprovechar la precariedad, para hacerla rendir de la mejor manera.
Cuando salí del colegio secundario, ingresé en la Facultad de Humanidades, en la carrera de Psicología. Estuve un tiempo dando vueltas por ahí, pero alrededor de los veinticuatro años me dije: “Bueno, me voy a Bellas Artes donde están todos los que hacen lo mismo que yo”. Cursé bastante accidentadamente, como la historia argentina en ese momento. Entré en 1964 en la entonces Escuela de Bellas Artes. Comencé a militar con un centro de estudiantes y lo ganamos. Con el golpe de Onganía del 66, cierran los centros de estudiantes y empiezan a perseguir a todos. Entonces me fui y armé con amigos de mi facultad y otras esa comunidad hippie que fue la Cofradía de la Flor Solar. Era lo que hoy llamaríamos un centro cultural, una casa donde convivían músicos, estudiantes de Bellas Artes, de periodismo, de teatro… En realidad, nadie era profesional en nada. En ese conglomerado prevaleció bastante la música, en los primeros tiempos del rock nacional, un poco vinculada con la psicodelia, los Beatles, la generación beat norteamericana, mezclada con la militancia política estudiantil. Es decir, un cóctel que se iba haciendo cada vez más complejo. De esa historia de la comunidad quedó un disco y algunas historias y anécdotas que todavía se cuentan (risas).
(Melisa) –¿Usted hizo también la tapa del disco?
–Sí, con Kubero Díaz, que era guitarrista. Hice la tapa y la contratapa, porque esos discos eran álbumes que se abrían y tenían una parte interior. Realicé un dibujo a la tinta en el interior, la contratapa con serigrafía y en el frente con Kubero armamos una cosa con manchas, más psicodélica.
(Alejandro) –¿Siente que es una batalla culturalmente ganada la que dejó la experiencia de la Cofradía en estos tiempos en que cualquiera es famoso haciendo nada, sin ningún talento, sin ninguna capacidad, sin ningún proceso de lucha, de transformación? Por ejemplo, en el subte hemos ganado muchas batallas, pero culturalmente creo que nos debemos también planteos más interesantes que comprar un plasma para ver a Tinelli, ¿no?
–Hay una gran lucha que es salvaje; aparentemente parece no violenta, pero considero que es una de las más importantes. Nosotros nos compramos plasmas porque nos sentimos en la obligación de tener artefactos cada vez más sofisticados, incluso rediseñados. Una aspiradora actual no es muy diferente a una del año 1948; sólo tiene otra carcasa, más acorde a los tiempos. Me parece que la batalla cultural es crear nuestra cultura. No digo reaccionar contra la cultura que viene de otros lugares. Los grandes imperios, desde Imperio Romano, comprendieron muy pronto que los pueblos se sojuzgan culturalmente. Si se quiere sojuzgarlos con violencia pasa como con el pueblo palestino: están constantemente en guerra. La única manera de colonizarlos es culturalmente, demostrándoles que su propia cultura no vale y que tienen que comprar todos esos productos que le venden. Entonces la batalla es crear nuestra cultura. No es un folklorismo, no es decir: “Yo me quedo con el mate y nada más”. ¡No! Es tomar lo que viene pero darle otra forma. Un ejemplo es el rock nacional. Porque el rock tiene origen en Memphis, en Estados Unidos, y era una música que bailaban los chicos blancos, los adolescentes negros. Los negros viejos estaban con el jazz y los jóvenes bailaban el rocanrol. Los blancos se dan cuenta de que el rocanrol vende, entonces se apoderan de esa música. ¿Qué paso acá? Nos apoderamos de ese rocanrol y le pusimos letras en castellano; le pusimos, digo, subiéndome al caballo. Así un Spinetta, sublime poeta, comenzaba cantar cosas que nos interesaban. Así el rock nacional se transformó en un producto que tuvo una influencia notable en toda América Latina. Eso es para mí el ejemplo de tomar un producto, transformarlo y volver a venderlo y a producirlo como parte de uno. Por eso me parece sumamente importante el hecho cultural porque es como un tanque de guerra. Lo comparo con un arma bélica porque la cultura es parte de una batalla, ya que nos quieren vender productos convenciéndonos culturalmente. Hemos sido siempre bombardeados por todo, por música, por películas.
Una vez tuve la suerte de viajar a Nueva York. Al recorrerla tuve la sensación de que ya había estado antes ahí, me sentía como en casa… Y era porque con tanta película, vitrinas, carteles, calles, uno lo va incorporando de alguna manera al subconsciente. Entonces me di cuenta de que, si nosotros tuviéramos una producción cinematográfica tan poderosa, lógicamente nuestras cosas se sentirían como propias en otras sociedades.
Incluso sabemos por la historia que al finalizar de la Primera Guerra Mundial, cuando se reparten el mundo, la agencia central de inteligencia norteamericana le encomendó a Nelson Rockefeller crear una cultura norteamericana. Entonces trajo a unos cuantos europeos que hicieron la movida plástica de arte norteamericano. Quienes nos han dominado toda la vida saben que lo cultural es importante. Y sale Jackson Pollock a quien la revista Life presentó como “nuevo arte norteamericano”. Le dieron gas a eso desde el punto de vista institucional. Impusieron que el impresionismo abstracto norteamericano desbancaba a la escuela de París, que era, hasta la guerra, por donde pasaba todo el arte. Los franceses vendían todo eso: el gusto, el arte, el saber ser aristocrático. Los norteamericanos comenzaron a robar poco a poco, porque ellos también querían ese negocio, el negocio de las modas.
Por eso creo que lo cultural es uno de los ejes fundamentales de una batalla. No podemos plantarnos delante de quienes nos quieren decir qué es lo que tenemos que hacer si no sabemos bien lo que queremos hacer. Y entre lo que queremos hacer entra nuestro ser cultural.
–¿Cómo ve la lucha obrera, que pelea no sólo por la mejora salarial sino por romper con esta posición clásica por la cual el trabajador tiene que ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa?
–Bueno, sinceramente voy a decir una barbaridad: creo que el ser humano actualmente ya no debería trabajar más… (risas)
–No es una barbaridad, es una música dulce para nuestros oídos (más risas).
–Globalmente, como planeta, ya se está en condiciones tecnológicas como para que todo el trabajo pesado lo hagan los robots. Pero poner a fabricar zapatillas a un robot es caro; en cambio, un chico de Filipinas o Malasia es más barato. Quienes leíamos ciencia ficción pensábamos que iba a pasar esto, que todo se iba tecnificar y entonces el hombre tendría más tiempo de ocio. En cambio, lo que hicieron fue echar a los obreros en lugar de seguir pagándoles el sueldo y darles más ocio al reemplazarlos por robots. Creo que el hombre global y equitativamente organizado haría que el trabajo lo hicieran las máquinas y la gente disfrutara de la vida, del arte.
–¿Tiene algún proyecto vinculado con lo social fuera de la universidad?
–Actualmente no, porque todo lo tenía dentro de la universidad. He tratado siempre de invertir la ecuación de que los eventos de categoría, como por ejemplo la actuación de un cuarteto de cuerdas, sólo pudieran tener lugar dentro de la universidad. Yo llevé al cuarteto de la universidad a tocar en las asociaciones cooperativas barriales y a grupos de cumbia a la universidad. Esa era la propuesta cultural: integrar a la universidad, que se consideraba siempre como en una cúpula de cristal, y bajarla a la tierra. Pero también que las manifestaciones populares, espontáneas, tuvieran visibilidad dentro de la facultad. Se crearon cátedras paralelas donde cualquier persona podía presentar una propuesta. Hay cátedras de Masonería, una de Pensamiento Judío que está al lado de la de Pensamiento Palestino, otra de Pensamiento Gallego.
–En el 2005 con el grupo Raíces proyectaron el monumento conceptual Árbol en homenaje a los militantes desaparecidos del barrio La Loma. ¿Cómo fue esa experiencia?
–Interesante, a mí me gustó mucho y es una de las obras que más quiero. Vino a verme un grupo de exmilitantes que se reunían en un club, en un barrio de la plaza que se llama La Loma. Me dijeron que impulsaban el proyecto de hacer un monumento sobre unos chicos que habían desaparecido en la época de la dictadura y que también se reunían en ese club. Querían ver si yo tenía una idea, porque las que habían aportado algunos artistas en general eran lúgubres. Vi uno de esos proyectos, que era un Falcón cruzado por unos hierros y cosas así medio tortuosas. Se me ocurrió dar vuelta las cosas y pensar en todo lo positivo que querían hacer esos chicos. Entonces había habido unas tormentas fuertes en el parque Pereyra Iraola, con muchos árboles gigantescos y añosos derribados. Los había visto con las raíces para arriba y se me ocurrió que quizás existía la posibilidad de cortar algunos y plantarlos en la plaza donde iba a estar el monumento al revés para simbolizar que ellos querían dar vuelta al mundo, cambiar las cosas. La idea prendió y se concretó en un parque del barrio La Loma. Se hicieron como unos caminos zigzagueantes que salían del árbol significando la sangre derramada. Hubo un operativo bárbaro con camiones especiales y grúas para sacar y trasladar el árbol. Hasta se cortó el camino Centenario, que va tanto a La Plata como a Florencio Varela, porque al árbol ocupaba todo el ancho de la autovía.
–Muchas gracias por concedernos esta entrevista. A fin de año presentamos una muestra de los artistas que tenemos ahí abajo. Sería interesante que viniera a dar una charla a nuestra casa.
–Me parece bárbaro. Le puede poner Underground a la muestra: arte underground, arte subterráneo.