PERÚ: RETRATO DE UN PAÍS IMPREDECIBLE
POR MANUEL MARTÍNEZ, ANALISTA DE POLÍTICA INTERNACIONAL. MILITANTE DE PATRIA GRANDE.
El año pasado, para sorpresa de todos, un maestro rural, sindicalista y campesino, Pedro Castillo, ganó por estrecho margen la presidencia del Perú. Fue un hecho inédito en la historia de ese hermano país, que además coincidió con el bicentenario de su independencia.
Salvo el período del gobierno militar nacionalista de Velasco Alvarado (1968-1975), todos los gobiernos de su historia republicana fueron ejercidos por las clases pudientes, por la vieja oligarquía terrateniente o por los desarrollistas modernizantes, también por algunos políticos “populares” que terminaron siempre arrodillados ante los poderes concentrados.
Fue una sucesión de gobiernos que beneficiaron a las multinacionales y a unas pocas familias millonarias envueltas en una enorme corrupción que las caracteriza. Pero además, en un país como el Perú, con una larga historia de colonización, fueron gobiernos tributarios de la “colonialidad del poder”[1], es decir excluyentes de las mayorías indígenas, mestizas o cholas, y profundamente racistas. Pedro Castillo irrumpió, como algo imprevisible, desde un rincón de Cajamarca, un rincón del Perú profundo, como portavoz de las/los nadies, desafiando a esos poderes que, particularmente en los últimos 30 años, capturaron todas las instituciones del Estado e impusieron un neoliberalismo a ultranza. Asumió, venciendo todas las maniobras que hizo la derecha para impedirlo, un enorme desafío, por cierto esperanzador para las grandes mayorías excluidas, para las/los “nadies”, ya sea en la vastedad del campo o en Lima y otras ciudades donde reina la informalidad y la ausencia de derechos sociales.
No fue, ni es nada fácil, como está visto. En algo más de ocho meses de gobierno, la derecha y la ultraderecha, junto con la mayoría de los medios masivos, no han cesado en su hostigamiento contra Castillo. Primero pretendieron desconocer los resultados de las elecciones, aduciendo fraude, especialmente en las áreas rurales, dando a entender que los votos de las/los desposeídos no podían ser iguales a los de Lima, donde esa nefasta derecha había ganado. Tocaron la puerta de la OEA, pensando que se repetiría la tragicomedia que hicieron contra Evo Morales en 2019, pero nadie los atendió. Finalmente aceptaron a su manera los resultados, teniendo como reaseguro la mayoría con la que cuentan en el Congreso, el cual, además, tiene la facultad de vetar al Consejo de Ministros y de ejecutar la “vacancia presidencial” en caso de “incapacidad moral”, todo esto de acuerdo con la Constitución de 1993, impuesta por el dictador Alberto Fujimori.
Desde el 28 de julio de 2021, cuando asumió Castillo, este hostigamiento ha sido una constante en el acontecer diario del Perú. El gobierno cambió cuatro gabinetes ministeriales en ocho meses, si bien, a pesar de tanto ruido, logró el “voto de confianza” del Congreso para tres de ellos. Tal vez éste sea el primer problema a tener en cuenta, ya que los cambios de gabinete responden a los cuestionamientos que reciben, tanto de las tres formaciones de la derecha: Fuerza Popular (fujimorismo), Renovación Popular y Avanza País, como de los medios hegemónicos. A esto se suma la amenaza de interpelación parlamentaria para tal o cual ministro, ya sea por sus antecedentes o por sus acciones. Lo cierto es que estos cambios han ido buscando una negociación política con fuerzas absolutamente hostiles, como si fuera posible cierto consenso para garantizar la gobernabilidad. En paralelo, hubo dos pedidos de “vacancia presidencial”. El primero no prosperó, por no contar con los votos suficientes para ser debatido en el Congreso. El segundo logró 76 adhesiones sobre 130 congresistas y fue sometido a debate con la presencia del Presidente el 28 de marzo; sin embargo, no logró los 87 votos necesarios para que tal “vacancia” se haga efectiva. Digamos, entre paréntesis, que desde 2016 hasta la fecha, desfilaron cuatro mandatarios en el Perú, lo cual pone en evidencia que hay una crisis del régimen político, una crisis insostenible que requiere sacarse de encima el chaleco de fuerza de la Constitución neoliberal fujimorista, impulsando una refundación de la política y una efectiva democratización del Estado.
En este contexto que hemos tratado de resumir, lo nuevo es que el mismo 28 de marzo, mientras se discutía en el Congreso la posible “vacancia” de Pedro Castillo, estalló un conflicto social de magnitud por el aumento del precio de los combustibles y los fertilizantes. Mientras “la política” estaba en otra cosa, discutiendo vacancia sí o no, fue creciendo el descontento en diferentes sectores sociales. El conflicto fue iniciado por los transportistas de carga pesada en el centro del país, en Junín, con paralización y bloqueos de rutas. Fue seguido inmediatamente por pequeños agricultores, comuneros, comerciantes ambulantes, estudiantes, etc. Se extendió rápidamente, con diferente intensidad, a 14 regiones y generó un clima de convulsión que no se vivía en mucho tiempo. El aumento de los combustibles y de los fertilizantes repercute directamente en el costo de vida y ha motivado la movilización de la propia base social que votó por Pedro Castillo, exigiéndole ahora que cumpla con el prometido proceso de cambio. Si bien el incremento de los precios de combustibles y de insumos agrícolas es un fenómeno internacional en la actual coyuntura, el problema es cómo respondió el gobierno, a nuestro juicio equivocada y tardíamente. Con las rutas bloqueadas y la gente luchando, el gobierno retiró el Impuesto Selectivo al Consumo que afectaba a los combustibles, lo cual no se tradujo en una rebaja inmediata, más aún cuando existen empresas monopólicas como Repsol que controla gran parte del mercado. Por otro lado se decretó un aumento del salario mínimo, el cual sólo es percibido por una minoría de trabajadores en un país con una altísima informalidad (70% aproximadamente). El gobierno pagó las consecuencias de no haber podido avanzar, por ejemplo, en una reforma tributaria que fue presentada en los primeros meses de su gestión y que proponía una tributación selectiva de las grandes empresas, en especial las mineras, para enfrentar las dificultades de la pospandemia. La coyuntura lo puso contra las cuerdas y la respuesta que ve el pueblo es el “estado de emergencia” en las rutas, una respuesta de carácter represivo, que se suma a diversos enfrentamientos con la policía que han cobrado seis vidas.
En medio de esta situación, sorprendentemente, el Presidente anunció la “inmovilidad” de la población de Lima y Callao por un día, el 5 de abril, supuestamente en prevención de desmanes. Justamente el 5 de abril del presente año se cumplieron 30 años del autogolpe de Estado propiciado por Alberto Fujimori. Era una fecha emblemática, que debería recordarse exigiendo memoria, verdad y justicia, más aún cuando el Tribunal Constitucional intentaba liberar al dictador que cumple condena de 25 años de prisión por algunas de sus masacres. La tal “inmovilidad” fue un error mayúsculo muy bien utilizado por la derecha: convocaron a una movilización para desacatarla exigiendo la renuncia de Castillo. Y lograron, efectivamente, una marcha muy importante en el centro de Lima.
Es evidente que la situación es muy compleja. Por un lado, la derecha hizo su primer ensayo masivo en las calles, incluso con grupos vandálicos que atentaron contra edificios públicos, lo cual indicaría que adoptan ese método al no poder concretar la famosa “vacancia presidencial” en el Congreso. Por otro lado, diversos sectores populares, que durante 30 años no tuvieron al Estado de su lado, salen a luchar y demandan soluciones concretas. Pedro Castillo fue el candidato de Perú Libre y ganó con el apoyo de toda la izquierda: Nuevo Perú, Juntos por el Perú y Frente Amplio. Al principio se logró un acuerdo para sostener el gobierno, algo evidentemente positivo. Sin embargo, a poco de andar, Perú Libre dinamitó ese acuerdo en su afán de “controlar” el gobierno y al propio Presidente, excluyendo a sus aliados, pero además negociando con la derecha, imaginando que ésta lo aceptaría como parte de su juego político, algo verdaderamente lamentable. En consecuencia, el gobierno no apeló a la movilización popular, es decir no construyó en los territorios sus bases de sustentación para enfrentar la ofensiva permanente de una derecha que nunca lo aceptó. Pero además, el planteo de una nueva Constitución democrática y plurinacional, inicialmente propuesto por Nuevo Perú y acordado con los otros espacios, nunca fue un eje central de la agenda gubernamental.
Nuestra gente, las mujeres que paran las ollas comunes, los hombres y las mujeres que viven día a día del comercio ambulatorio, el campesinado comunero que labra la tierra y produce alimentos, en fin, las/los excluidos de siempre que votaron con esperanza hoy enfrentan la amenaza del retorno a la normalidad neoliberal impregnada de corrupción. Más allá del “pesimismo de la razón”, siempre está el “optimismo de la voluntad”, el aguante, la lucha urbana y rural para desbrozar el camino.
13.04.2022
[1]La noción de colonialidad del poder fue elaborada por Aníbal Quijano para caracterizar un patrón de dominación global propio del sistema-mundo moderno/capitalista originado con el colonialismo europeo a principios del siglo XVI.